Todas las culturas tienen cierto sentido de la grandeza de la unión entre un hombre y una mujer, un sentido universal que refleja el plan de Dios para la humanidad. La Iglesia católica considera a Dios mismo como autor del matrimonio. Jesús nos recuerda que Dios creó a los seres humanos como hombre y mujer para que se unan y lleguen a ser una sola carne. Sobre esta base, creó el sacramento del matrimonio cristiano.
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¿En qué consiste el sacramento del matrimonio?
El matrimonio puede considerarse en función de dos aspectos: como contrato y como sacramento. En tanto contrato, consiste en la alianza entre un hombre y una mujer y fue instituido por voluntad de Dios al crear al hombre. Su objetivo es la búsqueda del bien común, la procreación y la educación de los hijos. En tanto sacramento administrado entre bautizados, da a los esposos la gracia para amarse en santa e indisoluble unión y educar a sus hijos en la fe.
El sacramento del Matrimonio significa la unión de Cristo con la Iglesia. Da a los esposos la gracia de amarse con el amor con que Cristo amó a su Iglesia; la gracia del sacramento perfecciona así el amor humano de los esposos, reafirma su unidad indisoluble y los santifica en el camino de la vida eterna. (cf. Concilio de Trento: DS 1799).
Iglesia Católica, 1661
Signo visible y gracia invisible
El matrimonio es una institución divina elevada a sacramento por Cristo. Como tal, conlleva un signo visible y una gracia invisible.
El signo visible del sacramento del matrimonio consiste en el mutuo consentimiento de los novios y en el contrato legítimo hecho y expresado en presencia del párroco y de los testigos.
Además, el sacramento del matrimonio otorga la gracia sacramental necesaria para hacer frente a los deberes matrimoniales. Los esposos reciben el auxilio de Dios para amarse siempre, soportarse mutuamente y educar cristianamente a sus hijos. También aumenta la gracia santificante «que perfecciona al alma para hacerla capaz de vivir con Dios, de obrar por su amor» (Iglesia Católica, 2000).
Bienes del matrimonio cristiano
En su encíclica Casti Connubii, Pío XI cita a San Agustín para decir que el matrimonio cristiano trae consigo tres grandes bienes: los hijos, la fidelidad y el bien sacramental.
Siguiendo el mandato del Génesis -«sed fecundos y multiplicaos» (Gn 1: 28)-, los esposos cooperan en el plan de Dios mediante la propagación de la vida. Dios quiere que los hombres llenen la tierra, le conozcan y le adoren para gozar finalmente de Él en el cielo. El matrimonio cristiano introduce descendencia en la Iglesia de Cristo al hacer nacer nuevamente a sus hijos mediante el sacramento del bautismo y educarlos en la fe cristiana. Procrear y educar a los hijos es el fin primario de este sacramento.
Recibir el sacramento del matrimonio exige de los novios un profundo amor y un profundo compromiso de servir al plan de Dios. La fidelidad consiste en la mutua lealtad de los esposos en el cumplimiento de su contrato matrimonial. Los cónyuges deben colaborar en su crecimiento interior para crecer en la virtud y en la caridad para con Dios y para con el prójimo.
El amor de los esposos exige, por su misma naturaleza, la unidad y la indisolubilidad de la comunidad de personas que abarca la vida entera de los esposos: «De manera que ya no son dos sino una sola carne» (Mt 19,6; cf Gn 2,24). «Están llamados a crecer continuamente en su comunión a través de la fidelidad cotidiana a la promesa matrimonial de la recíproca donación total» (FC 19). Esta comunión humana es confirmada, purificada y perfeccionada por la comunión en Jesucristo dada mediante el sacramento del Matrimonio. Se profundiza por la vida de la fe común y por la Eucaristía recibida en común.
Iglesia Católica, 1644
El bien sacramental consiste en la elevación y consagración que Jesucristo hizo del contrato matrimonial, así como en la indisolubilidad del vínculo. Si el matrimonio es verdadero, los cónyuges adquieren ante Dios un lazo perpetuo. Este lazo se mantiene incluso si deciden separarse.
El matrimonio entre cristianos bautizados representa la unión perfecta que media entre Cristo y la Iglesia, cuya unidad nunca podrá ser separada.
La Iglesia doméstica
La Iglesia primitiva estaba compuesta principalmente de familias que se convertían al cristianismo y ofrecían sus casas como lugar de culto al Señor.
Las familias creyentes tuvieron un papel importante en el crecimiento de la Iglesia y tienen hoy «una importancia primordial en cuanto faros de una fe viva e irradiadora» (Iglesia Católica, 1656). Por esto, el Concilio Vaticano II llama a la familia con la expresión Ecclesia domestica (Iglesia doméstica).
En el seno familiar, los padres son los primeros anunciadores de la fe para sus hijos, tanto con su palabra como con su ejemplo. En la Iglesia doméstica se ejercita principalmente el sacerdocio común de los fieles recibido en el bautismo.
El hogar es así la primera escuela de vida cristiana y «escuela del más rico humanismo» (GS 52,1). Aquí se aprende la paciencia y el gozo del trabajo, el amor fraterno, el perdón generoso, incluso reiterado, y sobre todo el culto divino por medio de la oración y la ofrenda de la propia vida.
Iglesia católica, 1657